Aún me acuerdo de cuando nos desahuciaron. De pronto, sin darme ni cuenta, me vi dando tumbos por la ciudad como un cartero o el envoltorio de un chicle. No tenía adonde ir, y los muros de cemento y tocho eran demasiado duros para mí.
Decidí probar suerte en el campo. Después de pasar algunas noches oscuras, frías y decididamente extrañas, finalmente acabé en una especie de masía.
Era un lugar muy agradable, antiguo y tradicional. Su propietaria, la Roser, que vivía sola, me explicó que casi nunca recibía visitas, pero que estaba encantada de acoger a un pobre trotamundos sin familia como yo.
Me comí una deliciosa pizza que Roser preparó en su tradicional horno de piedra, y ya los vapores del sueño me nublaban el juicio cuando vi que ella abría la portezuela de una pequeña jaula tamaño dóberman que había arrastrado trabajosamente hasta el salón…
Kualdam